martes, 16 de junio de 2009

Prólogo en Esther y su mundo


Boceto, Pura Campos



Esther y su mundo, historia de un flechazo

Cuando las cosas se ponen feas, la mar está picada y el viento no deja de zarandearme, dejo mi vida en manos de los dioses. Al fin y al cabo, ellos ya tienen trazado su plan. Lo único que funciona en estos casos es hacerse un ovillo y abrir un buen libro. Como 'Esther y su mundo', todo un icono del cómic de los 70 y uno de los mejores libros de navegación que existen. Sus páginas tienen ese olor inconfundible, entre áspero y dulce, capaz de ralentizar el ritmo cardiaco.

Con la inmersión en la lectura llega otra recompensa, esta vez mucho más estimulante, que sólo puede proporcionar una buena taza de té: la sensación de volver a casa tras un largo viaje.

Para ser sincera, no recuerdo el momento exacto en el que nos conocimos. Me refiero, claro está, a Esther y a mí. Al fin y al cabo, la amistad es un flechazo fraguado al calor del tiempo. No existe ni un momento ni una latitud exacta, pero podría situarlo entre mis nueve y los diez años, en un verano extraordinariamente largo. Mientras los mayores dormían, yo me escapaba de la siesta en un autobús rojo de dos pisos. La última parada era la de Esther, recortada a lo lejos en su uniforme azul.

Aunque sólo teníamos unas monedas en los bolsillos, las posibilidades eran ilimitadas. Una improvisada tarde de compras se convertía en una aventura de espías, en la que no faltaban encuentros casuales e inoportunas meteduras de pata. Al igual que en la vida real, la lista de deberes y obligaciones se enfrentaba al ilimitado poder de la imaginación. Lo mejor siempre estaba por llegar, y tras cada esquina se escondía la posibilidad de ver a Juanito, esquivo y burlón, pero arrebatadoramente guapo.

Como le sucedía a Esther, en mi mundo también se colaba el aburrimiento. Afortunadamente, enseguida aprendí a combatirlo. Además de mi colección de libros traídos de la ciudad, los veraneantes contábamos con nuestra proveedora oficial de tebeos. Una diminuta mujer que regentaba una todavía más diminuta cueva de Alí Babá, plagada de dulces de a peseta y toda clase de publicaciones. No recuerdo la frecuencia con la que Esther llegaba a los atiborrados estantes: la espera se me hacía siempre eterna.

Por suerte, la píldora de la ficción tiene efectos retardados y me salvó de muchas tardes de obligada siesta. Mientras el sol se colaba por las persianas, mi mente proyectaba como en una pantalla gigante las viñetas. Ya no eran simples recuadros ilustrados, unidades encadenadas de una historieta gráfica. Formaban un mundo en sí mismo de carácter casi cinematográfico, en el que sólo cabía el abandono.

Es extraño. Hace ya más de veinte años y todavía recuerdo aquel verano. El tiempo se detenía, aplastado por el calor de agosto y las rígidas normas, pero en los tebeos de Esther siempre había vida, incluso al final de la última viñeta. Puede que el mundo de los adultos fuera antiguo y plano, lleno de monstruos marinos y terribles preocupaciones. Pero el de Esther era redondo. Perfecto para navegar con el astrolabio de la imaginación, siguiendo la constelación de sus pecas. No sé qué os parecerá a vosotras, pero a eso le llamo yo magia blanca. Y es que la maestría de Pura Campos va más allá de la mera ejecución de un guión: tiene la habilidad de recrear la maravillosa década de los 70.

Aunque apenas hay referencias, Esther vive en Newhampton. Una ciudad en el sur de Inglaterra, no muy lejos de sus brumosas costas, con las tradicionales casas con tejado a dos vertientes y muchas ventanas, a las que cada mañana llega puntualmente el lechero. En los exteriores, la autora dibuja calles llenas de animación, con sus rótulos comerciales en inglés, los característicos buzones y cabinas telefónicas pintados de rojo. De vez en cuando, unas gaviotas atraviesan la viñeta, recordándonos que el mar no anda lejos.

Las tramas se enredan y continúan en deliciosos interiores: la casa de Esther, en la que la tetera, al igual que los conflictos domésticos, está siempre a punto de estallar… Las aulas de la Smith School y la desordenada casa de Rita, entre muchos otros. La labor de documentación, teniendo en cuenta el origen de la ilustradora, es de una exactitud brutal. No sólo da vida a los excelentes guiones de Philip Douglas, sino que los lleva a otra dimensión. La magia blanca, doy fe, existe. Su poder es tan duradero que los efectos conquistan décadas enteras.

Sólo así se entiende que el mundo de Esther, multiplicado en la imaginación de las lectoras, no tenga límites ni fronteras. El paso de los años, aunque sólo sea por una vez, juega a nuestro favor. Y con el tiempo, el tímido personaje se transforma en todo un icono del cómic. Capaz de acaparar la atención de los medios de comunicación y de provocar un fenómeno todavía mucho más milagroso: que los lectores se rasquen el bolsillo en tiempos de crisis.

Hoy, más de veinte años después, me pregunto por qué sigo enamorada del personaje. Por qué me siento tan a salvo en su mundo. Para ser sincera, hay mil razones, aunque no sabría escoger ninguna en particular. Al igual que yo, Esther es toda una superviviente. No sólo se cae y golpea mil veces, sino que sobrevive a un atropello y hasta a un misterioso secuestro. En un mundo sin móviles ni Internet, espera impacientemente la llamada de teléfono que cambiará su vida y que nunca parece llegar. Es tremendamente despistada, capaz de perder su diario y de quedarse atrapada en una cochera de autobuses… Y un poco como yo, aunque me cueste reconocerlo, no encuentra el equilibrio entre su impulsividad, todo corazón, y una obstinada necesidad de replegarse en sí misma.

Somos lo que leemos. Con Esther, tumbada sobre la cama, aprendí mis primeros derechos como lectora. Lejos de lecturas impuestas, los tebeos me autorizaban a manosear, saltar de una viñeta a otra, releer, compartir y esperar impacientemente que volvieran a mis manos. Luego estaba, claro, el nerviosismo de la anticipación. La lenta espera del cómic a los quioscos. Tal y como sucede ahora de nuevo, gracias a Glénat.

Una maravillosa sensación que conecta con las lecturas de mi infancia. Por alguna extraña razón, llega un momento en el que las desterramos. La emoción, el riesgo y el misterio, tal como revela Fernando Savater, dan paso a otras lecturas. Luego, cuando ya podemos prescindir de los aburridos cánones académicos, volvemos al punto exacto en el que nuestra imaginación echó raíces. Sólo entonces estamos preparados para apreciar la fuerza narrativa de los autores con los que crecimos.

Al magnífico tándem Campos-Douglas, como sucede con los grandes creadores, los años le han sentado muy bien. Ella comparte con nosotras, maravilloso género femenino, el poder de la belleza y de la imaginación. Por eso volver a Esther no tiene nada que ver con una celebración nostálgica, sino con una experiencia muy real. En este tomo, por ejemplo, nuestra amiga sigue luchando por encontrar su sitio. Y entre la dosis diaria de realidad, también hay espacio para los pequeños milagros, como por ejemplo, cuando prácticamente caído del cielo, recibe en herencia un misterioso bote.

Así que os propongo subir una vez más a este barco. El camarote está listo, y mientras los lomos rojos van ganando espacio en la biblioteca, recuerdo algo que nunca debí olvidar: Esther y su mundo es, desde todos los ángulos posibles, el mejor camino para volver a casa. Feliz navegación.